1ª Lectura: 2 Samuel 5, 1-3
Salmo 121: VAMOS ALEGRES A LA CASA DEL SEÑOR
2ª Lectura: Colosenses 1,12-20
Evangelio: Lucas 23, 35-43
- Las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Ungido.
- Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre, diciéndole: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”
- “Este es el rey de los judíos”
- Uno de los malhechores lo insultaba: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
- Lo nuestro es justo; éste no ha faltado en nada”.
- Jesús, acuérdate de mí cundo llegues a tu reino”
- “Te lo aseguro: Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Nos encontramos hoy con este trocito del evangelio, situado casi al final. Nos habla del momento de la muerte de Jesús. Sin embargo para poder llegar a su comprensión tenemos que situarnos en el primer momento de la vida pública de Jesús, concretamente en el de las Tentaciones: “Concluida la prueba, el Diablo se alejó de él hasta otra ocasión” (Lc 4,13). ¿Y qué mejor ocasión que ésta? Jesús es el Salvador del mundo, así fue anunciado por el ángel a María, así fue revelado a los pastores (sinónimo de pecadores –ladrones-) en la noche de Navidad. Sí, Jesús es el Salvador del mundo. Comenzó su ministerio público con alegría, entusiasmo, ilusión… Todos al escucharlo quedaban boquiabiertos y se maravillaban de las palabras que salían de su boca y de los prodigios que realizaba. Realmente se avivaba la esperanza en los corazones de los oyentes: ¡Es el Mesías!
Pero pronto cambiaron las cosas, empezó a decir y hacer cosas que descolocaban lo establecido, molestaba a quienes, en nombre de Dios, oprimían al pueblo. En seguida empezaron las persecuciones, las burlas, los deseos de hacerle desaparecer… así hasta que por fin lo llevan al suplicio y está muriendo, en una cruz.
Y es entonces, cuando está en la cruz, el momento que elige el Enemigo que le dejó en aquella ocasión del comienzo, para aparecer de nuevo, a través de tres tipos de personas: las autoridades junto con el pueblo, los soldados, y un ladrón, crucificado junto a él. Y en esta tentación final le recordarán que él es el Salvador, y sin embargo ahí está, como un fracasado, muriendo en una cruz. Realmente, si lo que ha dicho es verdad, Dios tiene que actuar, no le puede dejar en esa situación. Si así fuera y él bajara de la cruz, ¡sería tan fácil creer el él! Al fin y al cabo el fin que con ello se obtendría sería grande. Pero Jesús se abandonó a los brazos del Padre, y el Padre lo acogió en silencio. Son tantos los detalles que nos revela el texto, que debe ser contemplado. A ello os invito y ahora comparto mi oración del mismo.
Señor, leyendo despacio este trocito del evangelio, sólo me cabe hacer una petición: ¡Déjame rumiarlo hasta que empape todo mi ser, y en silencio, me quede contemplando!
Tantas veces escuchado, leído, explicado… ¡Señor! Hoy lo siento como dicho sólo para mí en mi ser más profundo, en mi soledad más íntima, en la quietud de mi corazón, y me parece tan hermoso, tan real, tan vivo, rondando, yo diría, la crueldad, que me deja sin palabras…
Me siento frente a ti, allá en el Calvario, junto a la cruz. Esa cruz signo de reconciliación, puerta del cielo, camino hacia la gloria, expresión de entrega, trono de Dios… Hay muchos personajes en torno a ti, que pendes del madero, dándonos por amor, hasta el último aliento, hasta la última gota de tu sangre.
Son muchos los que miran, los que observan, los que sienten… toda clase de sentimientos humanos: dolor, lástima, compasión, rabia, angustia, temor, miedo, impotencia, complacencia, duda…
Unos lloran ante el espectáculo terrible, que presenta a un ajusticiado, como tantos que lo están siendo todos los días por los explotadores de turno. Un ajusticiado cuya muerte quiere ser escarmiento para el resto, y así conseguir el sometimiento de todos: por miedo. Ya se sabe que para “conservar la vida” no hay que salirse de lo que establece el/la que manda. Así funciona este mundo.
Pero el espectáculo terrible tiene una característica especial: El reo ha sido entregado por las autoridades religiosas de su pueblo, y alegan contra él motivos religiosos. Incluso en su rechazo total, reunido el Consejo de los Ancianos, han consensuado su muerte, como beneficio para el pueblo, y no han dudado incluso, para conseguir su condena, hacer liga con el dominador de turno: Roma. Por eso, aunque históricamente en Israel, desde David, se ha confesado a Dios como único Rey, en este momento, y para conseguir la condena a muerte de “el Rey de los judíos”, del “Mesías”, las autoridades religiosas han hecho la confesión pública, comunitaria: “No tenemos más rey que el César”.
Y ahí estás tú, Señor, colgado de la cruz, regando con tu sangre la tierra para que con tu vida comience a fructificar. Sí, mucha gente te rodea: los soldados, los jefes, el pueblo, ¿quizá tu familia?, o ¿tus discípulos? ¿esos hombres y mujeres que te siguieron mientras recorrías las calles de Galilea, pero que se llenaron de miedo ante “tu fracaso?. Pero a quienes tenías más cerca, sin duda, es a esos dos que fueron ajusticiados contigo. Ahí estáis los tres en ese monte, fuera de la ciudad, constituyendo un terrible espectáculo, cuya visión produce lamentos, gritos, dolor, llanto, sufrimiento, muerte… Y en medio de todo esto ahí están esos diferentes personajes para recordarte tu humanidad, tentando tu fidelidad y queriéndote hacer dudar de esas opciones que tú has hecho y por las que has llegado hasta la cruz.
“Sálvate a ti mismo”, será el grito de las autoridades religiosas, y para ello te recordarán los signos realizados por ti: “A otros ha salvado…” La prueba de tu mesianismo, la señal de que eres el Elegido, el Ungido de Dios, será esa: que te salves a ti mismo. (Poder)
“Sálvate a ti mismo”, dirán los soldados, haciéndose mofa del letrero que cuelga de tu cruz y que muestra la causa de tu condena a muerte: “Este es el Rey de los judíos”. Fíjate, Señor, mirándolo desde fuera, desde lo humano, solamente desde lo que parece lógico, ¡vaya rey! Tendremos siempre la tentación de argumentar tu existencia como Dios, tu muerte, dulcificándola para no escandalizar; haciendo de tu mensaje algo tan cercano a nosotros que pierde todo su sentido punzante, de contradicción, desconcertante…
“Sálvate a ti mismo”, te dirá, incluso aquel que junto a ti sufre la violencia del poder, el rechazo de los otros, el olvido, la ira, la recriminación de sus semejantes. Ese deseo de “hacer justicia” quitando del medio a quienes nos agreden, nos molesten, no nos agradan… Desde ese lugar de la exclusión, ¿cómo sonó en tus oídos, tú, que estabas excluido, esas palabras salidas desde el abandono humano más terrible y dolorosos: “Sálvate… y sálvanos…”?
Pienso, Señor, que este grito tuvo que tener en ti una resonancia especial. Tú has estado toda la vida al lado de los que sufren, de los pobres, de los olvidados, de los alejados, de los excluidos, de los pecadores… Señor, ¿Cuánto dolor no experimentaste con ese grito desesperado y desesperanzado de ese ser humano, que junto a ti, muere en oscuridad y tinieblas?
Hoy quiero, Señor, quedarme aquí parada, metiéndome en la piel de ese “ladrón” que no tiene esperanza, que no ve futuro, que se siente abandonado de todos, de todo, de Dios… Y quiero ofrecerte a todos y a todas los que caminan por la vida en situaciones semejantes. Tú sabrás entender ese grito. A veces se te dirá con rabia, dolor, ironía, miedo, duda, incredulidad… pero son muchos los que como él, desde el sufrimiento humano te gritan hoy: “Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros”.
- El otro le increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio?”
- Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino
- Jesús le respondió: “Te lo aseguro: Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Sí, Señor, esta parte del evangelio es la que más gusta; la que tiene realmente sentido. A cualquiera nos gusta tomar esa personalidad del ladrón ajusticiado que reconoce su pecado. El castigo que sufre lo considera justo. Está pagando por lo que ha hecho. Aunque, queda en el aire esa pregunta: ¿es lícito quitarle la vida a alguien para que pague por el mal que ha hecho? Resulta muy duro, Señor. Y desde luego no es una decisión fácil, pero este hombre, desde su sufrimiento, sí que reconoce tu inocencia y la injusticia que se ha cometido contigo, y por eso recrimina al compañero por sus palabras, y se dirige a ti por tu nombre: Jesús. Sí, es curioso que Lucas aquí en este momento crucial de tu evangelio ponga en labios de este pecador ajusticiado, el nombre que apareció al principio del evangelio en boca del ángel cuando se anunció tu nacimiento: “Darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. Sí, tu misión la predecía tu nombre: eres el Salvador. A través de ti Dios salva. Por eso este hombre se dirige a ti con ese nombre, porque sabe que, aunque tú estés sufriendo esa condena injusta, tu entrega consumada es salvación para todos.
Hoy quiero entrar en este personaje, y desde mi reconocimiento como pecadora, clamar a ti, que te has hecho “uno de tantos” y “te has rebajado hasta la muerte, y una muerte de cruz”, pidiendo la salvación, tu salvación, Señor. Sé que tú comprendes nuestra debilidad, nuestra miseria, nuestra pobreza, porque tú te hiciste en todo igual a nosotros, menos en el pecado, pero sí que sabes de pobreza y debilidad y conoces desde dentro el corazón humano.
Gracias, Señor, que desde la cruz nos muestras el amor más sublime, la bondad más plena y la profundidad de tus sentimientos de ternura, de donación, de entrega… ¡Gracias, Señor! Tú eres el Rey de reyes y el Señor de los señores. Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor. ¡Gracias!
¡VENGA A NOSOTROS TU REINO, SEÑOR!
Llega, Señor, el descanso
después del día de fiesta
en él te has manifestado
Crucificado que reinas.
En ti el poder y el honor
en debilidad se muestran,
y otorgas la salvación
al que te pide clemencia.
Desde el trono de la cruz
oyes palabras y quejas,
burlas y desconfianzas
que en lo profundo te tientan.
Allí estaba ajusticiado,
por sus acciones perversas,
un hombre que reconoce
en ti, vida verdadera.
El te pide tu perdón
para estar en tu presencia
en tu corazón clemente
acogedor, sin reserva.
A él le prometes estar
el primero allá en tu mesa
en el banquete que ofreces
el gran día que se acerca.
María Cruz
Santa María de Viaceli
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