La Cuaresma es el tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquel que es fuente de misericordia. Es una peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua.
La Iglesia, iluminada por esta verdad pascual, es consciente de que, para promover un desarrollo integral, es necesario que nuestra "mirada" sobre el hombre se asemeje a la de Cristo. En efecto, de ningún modo es posible dar respuesta a las necesidades materiales y sociales de los hombres sin colmar, sobre todo, las profundas necesidades de su corazón. Ya Pablo VI, identificaba los efectos del subdesarrollo como un deterioro de humanidad.
Ante los terribles desafíos de la pobreza de gran parte de la humanidad, la indiferencia y el encerrarse en el egoísmo aparecen como un contraste intolerable frente a la "mirada" de Cristo. El ayuno y la limosna (caridad), que junto, con la oración, la Iglesia propone de un modo especial en el periodo de Cuaresma, son una ocasión propicia para conformarnos con esa "mirada".
Quien no da a Dios, da demasiado poco; como decía a menudo la beata Teresa de Calcuta: "la primera pobreza de los pueblos es no conocer a Cristo". Por eso es preciso ayudar a descubrir a Dios en el rostro misericordioso de Cristo: sin esta perspectiva, no se construye una nueva civilización sobre bases sólidas.
Teniendo en cuenta la victoria de Cristo sobre todo mal que oprime al hombre, la Cuaresma nos quiere guiar precisamente a esta salvación integral. Aunque parezca que domina el odio, el Señor no permite que falte nunca el testimonio luminoso de su amor.
A María, "fuente viva de esperanza" encomendemos nuestro camino cuaresmal, para que nos lleve hasta su Hijo.
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