Qué esperamos. Esperanza cristiana
El Evangelio nos recuerda la escena final de la Historia de la salvación, en que Jesús, el Dios oculto que ahora nos acompaña y ayuda a caminar, vendrá con gloria para concedernos la liberación plena y gloriosa que todos deseamos. Él es el objeto de nuestra esperanza fundamental, que acompaña y da un último sentido a las otras esperanzas humanas y limitadas que vivimos.
El hombre necesita una meta para luchar, algo que justifique las fatigas del presente, que siempre se aborda cuando vale la pena. Una vida sin meta no tiene sentido. Como dice la encíclica Spe Salvi 30, a lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida.
Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar. La época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto al modo capitalista, marxista... que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política fundada científicamente. Así, la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero reino de Dios laico, pero la experiencia ha mostrado el fracaso de estas esperanzas, porque no han tenido en cuenta la libertad del hombre. En el campo científico los adelantos son acumulativos, es decir, una vez logrado un objetivo, permanece para siempre y se construye sobre él, pero en el campo humano es diferente, porque cada generación tiene que asumir y hacer suyo libremente cada logro, que no se puede imponer con una dictadura. Por otra parte, aunque sea necesario un empeño constante para mejorar el mundo, el mundo mejor del mañana no puede ser el contenido propio y suficiente de nuestra esperanza y además hay que plantearse la pregunta: ¿Cuándo es mejor el mundo? ¿Qué es lo que lo hace bueno? ¿Según qué criterio se puede valorar si es bueno? ¿Y por qué vías se puede alcanzar esta bondad?
Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. El es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano, Jesucristo, y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es realmente vida (cf. Spe Salvi 31)
Toda esperanza necesita un apoyo. Nuestro apoyo es la palabra de Dios, palabra eficaz que promete, garantiza y realiza el futuro. Y esta palabra se nos ha dado de forma concreta en Jesús, la Palabra hecha carne, garantía de las promesas de Dios amor. Los cristianos por el bautismo estamos unidos a Cristo resucitado y él nunca nos dejará hasta llevarnos con él en su parusía, como anuncia el evangelio de hoy, dándonos fuerza para superar las dificultades (2ª lectura). Los cristianos tenemos una vida con sentido con una esperanza que se debe traducir en paciencia para soportar todas las pruebas de la vida cristiana y los trabajos por un mundo mejor, como Dios quiere cf. Spe Salvi 1-3.
Celebrar la Eucaristía es celebrar la esperanza. En ella damos gracias a Dios porque nos ha dado una vida nueva con sentido y se hace presente Cristo, el que vendrá en su Parusía a dar al mundo la plenitud de la verdadera liberación.
Antonio Rodríguez Carmona
Sacerdote de la diócesis de Almería
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