Jesús hablaba en parábolas. Era un Rabbí sabio, que además de enseñar sabía encantar a la gente; que además de expresar la verdad de Dios quería mostrar la belleza de las cosas de Dios. Así hablaba del Reino de Dios. El Reino de Dios es Dios mismo. Su persona, su vida, su proyecto de salvación, su voluntad. Pero ahora es el reinado de Dios, su efectiva acogida por los hombres, bajado a la tierra, anunciado por Cristo como modo nuevo de ser y de obrar, implantado entre nosotros.
Este Reino de Dios es también reino del hombre, un modo de ser y realizarse en libertad, de no tenernos miedo los unos a los otros, de servirnos mutuamente -porque servir es reinar-, de vivir en perfecta comunión y armonía. En una fraternidad efectiva, en un reino de paz.
Dios inculturó su vida entre nosotros. Por eso cuando se acepta y se experimenta esa vida de Dios en nosotros y entre nosotros, sentimos que el cielo ha bajado a la tierra; si en nuestro modo de obrar prevalece el amor, el dominio de nosotros mismos, la apertura a los demás; si entre un grupo, una comunidad, aflora un estilo trinitario de comunión y de vida, ha llegado hasta nosotros el reinado de Dios. Jesús nos enseña que la semilla del evangelio, bien sembrada, fructifica.
El Reino de Dios tiene también su dimensión de interioridad eclesial. No es solo realidad eclesial lo que se ve, como no es solo historia viva la que traen los periódicos cada día. Pero el reino tiene también dimensión de dinamismo. Cuanta más vitalidad tiene la semilla, tanto más hondas son las raíces y más esbeltos sus ramos.
La interioridad preserva a la Iglesia de la superficialidad. El dinamismo y la fuerza de sus ramas y frutos visibles la realiza en su visibilidad y en su testimonio. Pero a la vez necesita de los hondura de unas raíces que no se ven y que son la riqueza de la Iglesia.
Las dos parábolas que hemos leído están inspiradas en imágenes agrícolas y reflejan los conocimientos de la época.
En la primera de las parábolas Jesús viene a decir que el crecimiento del Reino depende mucho más de la iniciativa de Dios que de los esfuerzos humanos. Eso no significa que la persona pueda desentenderse del todo, pero no le toca controlar el proceso mediante el cual el Reino avanza. Jesús nos dice que no nos descorazonemos ni seamos impacientes si no vemos frutos, sea en nuestra vida o en la vida de las personas en quienes hemos ayudado a sembrar la semilla del evangelio.
La segunda parábola afirma que, en contra de lo que esperaban muchos contemporáneos de Jesús, el Reino no se hace presente de modo espectacular ni grandioso. Un día se hará realidad plenamente, pero mientras tanto, Dios ya está actuando en este mundo a través de los hechos aparentemente sencillos e irrelevantes. Esta parábola manifiesta que la gracia de Dios transforma inclusive las acciones más pequeñas que realizamos en su propia obra.
Para quienes se cierran a la Buena Noticia del Reino, resultan incomprensibles estas parábolas. Ante las parábolas hay que decidirse. Son historias inacabadas, interrogantes en espera de una respuesta que cada uno de nosotros está llamado a dar con sus opciones de vida y su compromiso personal.
No basta que nuestra vida llegue a dar frutos. No basta con recibir la Palabra, hay que alimentarla con la reflexión y la oración, para que la acción de Dios fructifique.
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