En nuestro camino cuaresmal, la Palabra de Dios es invitación a creer en el Señor Jesús y a aprender a vivir en el amor del Padre. Nos vamos acercando hacia la Pascua y se intensifica la comprensión del misterio de Cristo. Y en este cuarto domingo tiene el tono gozoso de la antífona de entrada, alégrate Jerusalén. La alegría del Pueblo de Dios viene de la Pascua cercana, y el consuelo en nuestro camino nos llega por la proclamación del amor de Dios para con nosotros. Pero la razón más profunda es que a pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar "obstinado", y nos envuelve con su inagotable ternura.
La fidelidad del Padre se llama Jesús, contemplado en este domingo con los ojos de Juan en tres momentos. Lo contemplamos, ante todo, como revelación del amor del Padre. Cristo, expresión tangible del exceso amor del Dios de la Alianza. Cristo, juicio de misericordia y de perdón, no de condena, expresión de la gratuidad del perdón. La voluntad inequívoca de Dios es la salvación de todo ser humano. Pero está en la decisión de cada uno de aceptar o no. La oferta de la salvación pone en "crisis" a todo el mundo, coloca al ser humano en una situación crítica: la necesidad de juzgar qué prefieren, si la vida eterna o la condenación. Jesús ha venido a salvar a todos, pero esta salvación depende en cierto modo de nosotros. Podemos aceptarla y vivir en la luz o podemos rechazarla y vivir en las tinieblas. Dios nos deja a nosotros la decisión.
La segunda expresión de Juan nos interpela con la fuerza del símbolo, símbolo raro, que apenas osamos aplicar a Jesús, pero que no podemos menos de hacerlo por fidelidad a la Escritura: "Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna". Audaz referencia al capítulo 21 del libro de los Números. El misterio de la exaltación salvadora de Jesús. Puede salvar, con solo mirarlo con fe, a todos los que han recibido el mordisco venenoso del diablo.
Pero si lo miramos con fe y amor, ésta es la tercera dimensión del misterio que Juan nos presenta en el Evangelio de hoy. La contemplación de Juan se completa con la de Pablo. Nuestro Dios es rico en misericordia. Estábamos muertos y nos ha hecho revivir. Ésta es la inmensa riqueza de su gracia. No por nuestros méritos, sino por su bondad. Dios, en definitiva, en Cristo, sigue siendo fiel a su alianza.
¡Cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único "signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En Él podemos comprender la verdad de la vida y de la salvación. Este es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos.
Con estas palabras de Juan Pablo II, quiero terminar esta reflexión: "El amor de Dios, es un amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y de acoger la Misericordia divina".
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