La solemnidad de Pentecostés es la plenitud del misterio pascual de Jesús y el inicio de la misión de los apóstoles. Entre Jesús y la Iglesia está el Espíritu Santo, aliento de Dios, llama que se desprende del cuerpo incandescente de amor de Cristo Resucitado, soplo vital de la Iglesia, energía de los cristianos. El día de Pentecostés, el Espíritu descendió sobre ellos, llenándolos de sus dones.
Jesús envía a los suyos como él mismo ha sido enviado por el Padre, pero no los deja solos, sino que les entrega el Espíritu para que puedan llevar a cabo su misión: el poder del perdón. El sacramento de la penitencia es uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo. Sin eso la comunidad no hubiera superado sus "miedos". La Iglesia no se habría puesto jamás en marcha.
El Espíritu transforma a los apóstoles; de tímidos los hace valientes; de mudos, locuaces; de olvidadizos, hombres de memoria fresca. Su palabra resuena como una trompeta al anunciar el Kerigma, el misterio de Jesús, y los hombres de todas las naciones se sienten unidos por primera vez como en una anti-Babel, al comprender todos las palabras de los rudos galileos que hablaban en el Espíritu. Él nos permite reconocer a Jesús como el Señor, entender el plan de Dios en la historia humana y formar el cuerpo místico de Cristo, donde Cristo es la cabeza y cada miembro es igual de imprescindible. A cada persona le concede carismas diferentes, para que juntos podamos edificar la comunidad.
No hay Espíritu donde crecen frutos de la carne. Donde está Él florecen los frutos del nuevo paraíso que tiene como raíz lo que Él es: la vida nueva y abundante que estaba en Cristo y ahora está en nosotros. Y estos frutos son: amor, alegría, paz, comprensión. servicialidad, bondad, lealtad y amabilidad. Desde ahora no hace falta ir gritando: yo tengo el Espíritu. Por sus frutos los conoceréis.Y estos son los signos de la presencia del Espíritu. Verdadera libertad y auténtica liberación. Un dinamismo para vivir y caminar a impulsos del Espíritu para renovar la vida y la sociedad.
Su nombre es Paráclito, el Defensor, nuestro abogado ante el Padre, el que va a dar la cara por nosotros en todo momento, ante los tribunales humanos y ante el tribunal de dios. Es el Espíritu de la verdad, el maestro interior. El Padre nos ha revelado a Cristo su única y definitiva Palabra. Y Cristo nos ha dado su Espíritu, el exegeta vivo de sus palabras en el tiempo y en el espacio.
El Espíritu penetra la interioridad, riega, sana, lava, calienta, doma, guía. Él tiene un solo nombre del que se recuerdan todas las variantes: es don, plenitud de dones. El acontecimiento de Pentecostés no es algo que pertenece sólo al pasado. El Espíritu Santo continúa vivo y sigue manifestándose en nuestro mundo, en personas y situaciones concretas. La actividad del Espíritu no ha cesado. El Espíritu Santo da a los creyentes una visión superior del mundo, de la vida y de la historia y los hace custodios de la esperanza que no defrauda.
Sin el Espíritu la oración sería un diálogo imposible. Es él quien gime en nosotros para que podamos rezar como nos conviene. Movidos por él nos ponemos una vez más ante el Padre para pedirle que nunca nos falte su ayuda y fortaleza. Y a mirar al mundo, a los demás y a nosotros mismos con los ojos de Dios. Y que en vez de dispersarnos, nos reunamos, porque la verdad une y el amor une.
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