“Cuentan que un joven paseaba una vez
por una ciudad desconocida, cuando, de
pronto, se encontró con un comercio sobre
cuya marquesina se leía un extraño
rótulo: «La Felicidad». Al entrar descubrió
que, tras los mostradores, quienes
despachaban eran ángeles. Y, medio
asustado, se acercó a uno de ellos y le
preguntó: «Por favor, ¿qué venden aquí
ustedes?» «¿Aquí? Aquí vendemos absolutamente
de todo». «¡Ah! — dijo asombrado
el joven—. Sírvanme entonces el
fin de todas las guerras del mundo; muchas
toneladas de amor entre los hombres;
un gran bidón de comprensión entre
las familias...» Y así prosiguió hasta
que el ángel, muy respetuoso, le cortó la
palabra y le dijo: «Perdone usted, señor.
Creo que no me he explicado bien. Aquí
no vendemos frutos, sino semillas.».
Desde el día de la creación Dios no tiene
más brazos que los nuestros. Nos los
dio precisamente para suplir los suyos,
para que fuéramos nosotros quienes
multiplicáramos su creación con las semillas
que Él había sembrado (José Luis
Martín Descalzo, «Razones para la esperanza»).
¿Qué semilla estás dispuesto
a hacer fructificar tú hoy?
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